domingo, 8 de marzo de 2009

¿Dónde está la dirigencia obrera de los Estados Unidos?


Manuel da Roura

Hemos tenido ocasión de escuchar el primer discurso del recién estrenado presidente de los Estados Unidos, Barack Obama: Nada nuevo, nada que no pudiera decir su antecesor Bush o su adversario MC Cain. Pese a la perentoria necesidad de imponer medidas drásticas, vista la profunda crisis financiera que atraviesa el país, las proposiciones y resoluciones del nuevo mandatario se dirigieron fundamentalmente a una cuantiosa ayuda monetaria para los grandes Bancos, empresas automovilísticas y otros consorcios que, por lo visto, pueden ofrecer una mayor cantidad de puestos de trabajo.

Para las clases medias y bajas no se provee ninguna ayuda substancial y, por lo que se supone, para ellas sólo se destinaran algunas migajas; sus viviendas seguirán hipotecadas o desalojadas si no se cancela religiosamente la cuota mensual impuesta, a veces de manera fraudulenta. Los obreros y los empleados pasarán todo el día de empresa en empresa, de oficina en oficina, pateando la calle en busca de un empleo que cada día que pasa se hace mas difícil conseguir y si no se tiene seguro o está vencido, el desamparo se hace total.

Estamos comprobando que el sistema político-social yanqui no cambia y, por los vientos que soplan, no va a cambiar. A veces las crisis económicas ayudan a conocer con claridad la profunda distorsión del sistema capitalista y las inmensas injusticias que produce.

Uno se pregunta, visto el atemorizado silencio del pueblo norteamericano: ¿Dónde está el obrero, el empleado y las clases medias bajas, que ven como se les quita el trabajo y les roban sus ahorros y viviendas?. ¿Dónde están los sindicatos laborales que puedan enfrentar victoriosamente a toda esa maquinaria de opresión y corrupción?.

A finales de los años veinte del siglo pasado, mi padre, emigrante ilegal en los Estados Unidos, regresó a casa después de una ausencia de siete años. Empezaba por aquel tiempo una crisis económica supongo que con parecidas características a la que actualmente estamos sufriendo. Como es y era normal, siempre y en cada caso, primero se llevó por delante al de afuera. Sin embargo, y como cosa curiosa, diré que mi viejo llegó a casa profundamente agradecido del país que acababa de expulsarlo y, sus alabanzas se centraban fundamentalmente en una de las dos centrales sindicales que representaban el obreraje norteamericano. Sus siglas CIO. Mi padre hacía comparaciones entre la eficiencia de dicha central en defensa de los obreros con las españolas CNT y UGT (anarquista la primera, socialista la segunda) y llegaba a la conclusión que estas últimas “eran una reverenda porquería”.

Años más tarde, supe que, independientemente de la eficiencia de estas organizaciones obreras, contaban con un enorme poder político en todo el país y, por supuesto, lo usaban y lo vendían. Tanto los capitostes del partido Republicano como del Demócrata recurrían con frecuencia a las direcciones sindicales para hacerse elegir o reelegir como senadores, representantes e incluso para la Presidencia. Era algo así como un intercambio de favores: “Tú votas por mí, y yo te doy tales o cuales contratos”. No había, pues, allí tanta honestidad como mi padre suponía; pero, de todos modos, es innegable que la CIO y la AFL (luego aliadas), durante la primera mitad del siglo XX, hicieron una buena labor en beneficio de la clase obrera.

Traigo esto a colación porque hace mucho tiempo que me pregunto: ¿Qué pasó con la CIO y con la AFL, las dos centrales obreras más importantes en la historia laboral del país del Norte?. ¿Existen?, ¿funcionan?, ¿desaparecieron o se convirtieron en simples apéndices del Estado americano con vistas a darle el correspondiente toque democrático a un sistema exclusivista en beneficio del Capital?.

En los Estados Unidos, no hay en la actualidad sindicatos obreros fuertes, valederos y medianamente aceptables. Ello queda demostrado por el silencio revelador que han venido guardando ante acontecimientos y situaciones en los cuales necesariamente han debido actuar, moverse y luchar por el que más sufre y primero cae, y porque, al fin y al cabo, es su responsabilidad natural: el proletariado.

No vamos a suponer neciamente que, porque Norteamérica es el país mas rico del mundo, puede existir y puede funcionar sin trabajadores o con trabajadores tarados. Es más explicable pensar que su dirección ha sido captada por el sistema. Aquí tenemos ejemplos en abundancia de la venta simple y llana de dirigencias laborales.

Allá, en el país de la democracia más cacareada del mundo, la clase obrera, como representante del poder laboral primario, no existe ni en forma extrema ni moderada. Desapareció, ¡c´est fini!. La maquinaria humana que mueve la vida, la existencia y el permanente desarrollo del mundo se ha venido convirtiendo en una masa amorfa y pasó a ser instrumento ciego de una burguesía voraz que, en menos de cincuenta años consiguió domesticarla, inutilizarla y desaparecerla como entidad pensante y creadora. En sólo cincuenta años, han conseguido desunirla, atomizarla y, hoy, todo asalariado en cualquier escalón que esté ha sido borrado del mapa como factor político. Ahora no dirige, lo dirigen y cuando una clase social hace dejación de sus derechos, se condena y condena a la parte más importante de la sociedad.

Nueva Orleáns es un triste ejemplo del desamparo en que vive el trabajador de abajo, el obrero de a pie. A estas alturas y después de varios años del huracán Katrina, aún no ha sido reconstruída la parte pobre de la ciudad y muchas familias evacuadas siguen viviendo en barracones de los alrededores o en verdaderos barriales de cualquier pueblo cercano.

Visto esto, extraña en la democracia norteamericana que cincuenta años atrás era aceptada como legítima y necesaria la sindicalización obrera, incluída su labor reivindicativa, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se haya iniciado una tarea de desgaste que terminó con los antes imprescindibles sindicatos obreros. La oligarquía del dinero situada en Wall Street y otros centros de poder, que se habían enriquecido con la contienda, comenzó a transitar en lo interno el camino del acaparamiento de poderes, desde el económico al laboral. Nada que estorbe, nadie que exija, nadie que reclame: “El país es nuestro en su esencia y en su totalidad, y todo aquello que se interponga o no se adapte, se le ignora y, en el peor de los casos, se le elimina”. Pareciera que las centrales sindicales como la CIO no hicieron demasiada oposición, porque desaparecieron sin mucho pataleo o, por lo menos, nosotros no las sentimos patalear.

Si pudiéramos reenfocar a todos los personajes que asistieron al Senado ( o Cámara de representantes) durante el primer discurso del presidente Obama, no encontraríamos ninguno con aspecto, diríamos, de obrero y ni siquiera de clase media. Todos ellos reflejaban en sus rostros y en su porte las características propias del hombre de arriba, del hombre que llegó y está en lo alto; así como también del hombre que no tiene la más mínima intención de bajar. El discurso de Barack Obama y los nutridos aplausos de sus oyentes demostraron meridianamente la perfecta simbiosis entre el orador y su entorno. Allí no había diferencias que de alguna manera debilitaran el plan que todos tenían para mantener y fortalecer el sistema que todo el país está sufriendo. De cambios estructurales, ¡nada!. En lo económico: Entrega de dinero a los Bancos quebrados. En lo social: Paro, aumento del costo de la vida y ejecución irrestricta de desalojos de las viviendas hipotecadas. En lo político: El histórico sistema de dos partidos con un mismo programa. ¡Lo de siempre!.

Y en esta parálisis y marasmo histórico se va quedando la lucha soterrada y sin cuartel que durante largos años han venido prolongando para seguir sentados encima de los demás, mostrando un olímpico desprecio por el de abajo, por el que no pudo o no supo llegar y ahí está también para que, con un “ordeno y mando” inapelable, señalen el camino que deben transitar los países más débiles.

Y seguirán proliferando leyes, mandatos, tratados e intervenciones en cualquier lugar de la Tierra que consideren conveniente a sus intereses, pues el mundo es de ellos. Nunca se ha visto, sobre todo a partir de la Segunda Guerra mundial, un país cuya fuerza y poder estuviera tan claramente definido por una clase social como lo está Norteamérica. Dominación que jamás lleva incluída la intención de mejorar o ayudar al dominado, sino de expoliarlo y, si se opone, acabar con él. Aquí, en el discurso del señor Obama y en los aplausos del auditorio, no hay ninguna intención altruista, civilizadora y ni siquiera religiosa. Aquí, tanto las formas como los objetivos, están perfectamente interconectados: La rapiña, la extorsión o la apropiación simple y llana de lo ajeno es el objetivo único.

Jamás las intervenciones norteamericanas en otros países llevan intenciones meritorias de ayuda y colaboración. La intención es siempre o bien apropiarse de territorio y materias primas o, caso de rebeldía, castigar, matar y bombardear. Luego, siempre habrá tiempo para justificar la intervención, alegando que el país castigado protege terroristas, narcotraficantes o cualquier otra cosa que ellos, en su desmesurada soberbia hayan inventado como delito. Dígalo mister Bush en el caso de Irak.

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