sábado, 6 de junio de 2009

Modus operandi liberador

Manuel da Roura.
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La importancia de tener clase.

Durante una de las tantas marchas de la oposición que, como diría Cantinflas, cada vez están mas desnutridas, una señora de mediana edad, enfrentándose a la reportera de VTV, comenzó a gritar como un energúmeno, gesticulando, manoseando y, casi diríamos, descoyuntándose. Evidentemente, la señora estaba furiosa.

Era ella, pues, una de las tantas personas enfebrecidas que religiosamente acuden a estas marchas que, un día sí y otro también, se producen en Caracas para protestar por cualquier cosa que se les ocurra a sus dirigentes que, al parecer, no tienen oficio ni nada que hacer.

A estos actos que, por lo constantes y repetidos, resultan molestos y cansadores incluso para la persona más paciente del mundo, nunca les falta el adepto o la adepta que por fanatismo o por cualquier otro motivo más razonable pero menos honesto, van a estas marchas aportando su banderita, su cartelito, su aplauso y, por supuesto, sus consignas a grito pelado.

Regresando a la señora del cuento: Además de los chillidos y los manoseos exagerados, nos sorprendió sobremanera que las únicas palabras que repetía sin descanso y como provocación a la reportera, aparentemente no tenían sentido y, sin embargo, me fui dando cuenta de que sí lo tenían, y ¡mucho!: “¡Nosotros tenemos clase!”, vociferaba una y mil veces, frente a la cámara... ¡Claro!, ahí está el padre de la criatura. Ahí, en esas palabras “tener clase” se condensa el causa causarum de todas las aspiraciones y de todos los resentimientos de las clases medias bajas con escasa preparación y ambiciones incontrolables.

No confundamos las palabras “tener clase” con la pertenencia a uno u otro de los estamentos sociales o políticos que por sus características e intereses comunes se estructuran en grupos homogéneos. Tener clase es un modo personal de ser, actuar y relacionarse que podríamos equiparar con lo que suele llamarse don de gentes. Ser o pertenecer a una clase no necesariamente hace al hombre mejor o peor, si no que lo encuadra en una determinada clasificación social. Nada más. Tener clase es una cualidad esencialmente personal, propia, consustancial. No se compra en la bodega ni en los más lujosos e importantes negocios de ropa o cosméticos.

De aquí la rabiosa equivocación de la señora que gritaba a los cuatro vientos: “Nosotros tenemos clase”, cuando, en realidad, lo que quería decir era “nosotros tenemos dinero”. Confundía la bondad y la nobleza con la chequera del marido.
La mujer con clase, que yo entiendo, no se desencaja, no gesticula, no manosea, no grita, no se retuerce. La mujer con clase, no necesariamente rica, es sobria en el hablar, sabe comunicarse sin usar todo el cuerpo, no ofende, ni proclama a viva voz sus méritos ciertos o deseados. La clase, sí se auto-proclama, no es clase. Es un mal remedo, una caricatura. Es la anti-clase, es la miseria moral al aire libre.

¡Pobre señora que necesita convencer y auto-convencerse de que tiene clase!. “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, sabias palabras de un refrán castellano.

En realidad, estas mujeres, que vemos a menudo desmelenándose y gritando en las marchas y las marchitas, sufren de un complejo de inferioridad que necesita ser superado a base de gritos desaforados, retos y descalificaciones hacia “la otra”, la pobre, la necesitada, la pata en el suelo, la mujer de pueblo, la trabajadora. Porque, allá en el fondo, sabe que ha venido siendo superada en todo: En inteligencia, en prestancia y, lo que más le duele, en preparación y cultura.

Veamos en una entrevista televisiva o radial a cualquiera de nuestras mujeres de pueblo y veremos que tanto delante de un micrófono como en una asamblea o en cualquier reunión política o de vecindad, se explica claramente, expone ideas a veces luminosas y siempre sensatas. Veámoslas y oigámoslas sin prevenciones ni animadversión y comprobaremos un fenómeno que hace algunos años se está produciendo en esta Venezuela de Dios: Nuestro pueblo trabajador, mujeres y hombres, se está culturalizando a marchas forzadas y formándose una idea clara y real de su posición, de sus necesidades y de quienes son sus enemigos tanto históricos como actuales, por mucha clase que tengan.

Señoras gritonas con clase: Ya la cachifa se les ha vuelto respondona y la conserje arruga el ceño cuando ustedes le pisan el suelo que ella está limpiando.
Ya la sumisión absoluta al que paga se está desmoronando. Esperemos que se caiga de una vez. Dignifiquemos a las conserjes y a las cachifas.

Hace unos meses, el alcalde Oscariz convocó a una reunión de escuálidos en una zona del este caraqueño. A mí me tocó acompañar a mi cuñada, quien difícilmente tiene rival en escualidez teórica y práctica. Como el asunto era sólo para mujeres y personalmente no me interesaba, me senté en un lugar apartado, dispuesto a oír y a callar. De pronto, se levanta una señora, que no voy a describir por no extenderme demasiado, y pide hablar: esto fue, palabra más, palabra menos lo que dijo:-“Señor alcalde, por la calle del frente de mi casa pasan constantemente unos autobuses destartalados que van hacia el barrio de más arriba. Pasan siempre llenos de gente sucia, de malandros y malvivientes que se quedan mirando para el frente de mi vivienda como con envidia y, aun, algunas veces, cuando estoy en la puerta con mis niñas, nos hacen guiños obscenos. Señor alcalde, toda esa gente que diariamente pasa por allí envidia nuestro modus vivendi, nuestro confort y nuestra vivienda que le costó a papá un ojo de la cara y temo que en cualquier momento nos asalten, nos roben y nos hagan daño. Por lo tanto, señor Oscariz, le pido encarecidamente que mande colocar una reja en el extremo de la calle para que esa gente no pueda pasar y nos dejen vivir tranquilos”. ¡Dijo!... Y se sentó. Las contertulias aplaudieron a rabiar y la exponente no pudo disimular una sonrisa de satisfacción.

A la señora de mi cuento, típica exponente de la clase media superficial y deshumanizada, no le pasó por la cabeza ni por un momento el problema que podía crearle a unos cientos o miles de personas si se les cerraba la calle que daba acceso a sus viviendas allá en el cerro: “Esa canalla no existe y si existe, ¡que se muera!”.

Algún día, la señora se encontrará con que, para enfrentar su modus vivendi, toda aquella gente sucia y maloliente montará un modus operandi fuerte y liberador.

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