sábado, 20 de junio de 2009

Para no morirse de rabia,

Latinoamérica tiene que unirse.

Manuel da Roura

En el año de 1920, se funda la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra. Thomas W. Wilson, por aquel entonces presidente de los Estados Unidos, fue el de la idea, aunque a última hora se negó a entrar en la dichosa sociedad; porque, al parecer, no cubría las expectativas norteamericanas: Un país, un voto.

En 1997, el protocolo de Kyoto fija para los países altamente industrializados objetivos de reducción de emisiones de gases efecto invernadero. Los Estados Unidos, pretextando que su industria quedaría sumamente afectada, tampoco lo firma y mucho menos lo cumple.

En 1945, para suceder a la Sociedad de Naciones, recién finalizada la Segunda Guerra Mundial, se crea la Organización de Naciones Unidas en la que los países vencedores ocupan los escaños permanentes y con derecho a veto en el Consejo de Seguridad. La Asamblea General se reunía una o dos veces al año para dar un repaso a lo hecho y a lo por hacer. En fin, para decir banalidades y aprobar siempre lo que los altos dirigentes decían o hacían. En esta organización, sociedad o como quiera que se llame, los Estados Unidos se encontraron siempre a gusto: En realidad, Norteamérica ha sido el único país que ganó la guerra, tanto en el combate propiamente dicho como en el campo económico. De una u otra manera el resto del mundo, vencedor o vencido, terminó siendo su deudor y, como bien se sabe, el acreedor es el que manda e impone condiciones. De aquí que, de manera sutil primero y luego de forma clara y descarada, los norteamericanos o, mejor dicho, las oligarquías y las transnacionales yanquis, con respaldo firme de su pueblo, se han venido apropiando de las riquezas del Mundo, bien de manera directa, bien con la colaboración de mercenarios autóctonos, bien por temor a un ataque salvaje e inmisericorde con bombas nucleares para el que no hay defensa posible o, en todo caso, acudiendo a la represalia económica, de cuyo manejo Norteamérica tiene muchas horas de vuelo.

La Sociedad de Naciones de 1920, en su articulado constitucional, prohibía toda injerencia o abuso del fuerte sobre el débil y, sobre todo, la intervención armada y la represión económica. El protocolo de Kyoto, a efecto de los intereses oligárquicos del país más contaminante del mundo, no podía ser aceptado, porque la reglamentación prohibitiva tocaba de lleno los intereses de los industriales gringos, columna vertebral de la economía del país.

Se hacían necesarias, pues, organizaciones corruptas y venales en los demás países. Grupos acomodaticios y dóciles que, mansamente, aceptaran sin refunfuño alguno el robo descarado. También se necesitaban maquinarias bien engrasadas para confundir a los pueblos explotados haciéndoles creer que su país carece de la capacidad necesaria para crear riqueza: “traemos bienestar modernidad y civilización en beneficio de estos pueblos atrasados y dejados a la mano de Dios”, pensaban y decían.

Luego, se revitalizó, o revitalizaron, la palabreja “democracia” y en nombre de ese concepto que todavía hoy nadie entiende, pero que todos repiten, nos exprimieron hasta vernos el hueso y, cuando nos abandonaron porque ya no queda más que robar, siguen vigilándonos de lejos para que no chillemos con excesiva estridencia la verdad de nuestra miseria. No alertemos a nuestros compañeros de desgracia, ¡cállense!. No hagamos problemas... Dígalo Haití, el África Ecuatorial y algunos otros países salpicados en el mapa.

¿Qué es la OEA?, ¿para qué sirve?, ¿quién la inventó?, ¿qué objetivos tiene? La Organización de Estados Americanos, fundada en 1948, en el subtítulo, reza lo siguiente: “Organización intergubernamental para solucionar los problemas comunes al conjunto de los Estados del continente americano”.

Lo que en la ONU es dominio fuerte pero relativo de los Estados Unidos en un mundo no absolutamente uniforme y cohesionado, en la OEA las fisuras son pocas y reducidas, y el poder norteamericano se convierte en tiranía monda y lironda. El país imperial ejerce su oficio sin cortapisas y sin grandes preocupaciones... ¡Por ahora!

Con el pretexto de que el continente americano es una unidad geográfica, se ha inventado la conseja a favor del país imperio y que la América es una sola y, por lo tanto, inviolable e intocable para el resto del mundo. Ahí solamente puede haber un violador y... ejerce. ¡Vaya si ejerce!

En sesenta y un años de funcionamiento de la OEA y habiendo visto pasar por su presidencia una buena cantidad de políticos latinoamericanos, aún no hemos encontrado uno ¡sólo uno! que tuviera la dignidad y la entereza para estallar en el momento preciso, y, cuando la ofensa, el agravio o el desprecio se evidenciaran claramente, se hubiera atrevido a rechazarlos de manera franca, sin temor y, en última instancia levantarse de la silla y gritarles: ¡Ahí les queda su mierda!

Eso, sólo eso. Pienso que a Arbenz en el norte, como a Allende en el Sur, pasando por una buena cantidad de mártires en la América morena se les hubiera reivindicado.

Cuando los Estados Unidos inventa o crea una serie de delitos, la mayor parte de ellos fútiles y grotescos, como la ayuda al narcotráfico o a la guerrilla por parte de gobiernos latinoamericanos, ahí está la OEA avalando y condenando a quienes Norteamérica señale. La ingerencia en nuestros países por parte de embajadores y funcionarios norteños es una constante y ello se ha convertido en ley. O sea que sin que ningún artículo de la Organización contemple primacía alguna de cualquiera de los países asociados, el mando y ordeno de los Estados Unidos es un hecho corriente y aceptado. Y uno podría digerir el bestial pero sincero “hago esto porque me conviene o porque me da la gana”, pero lo que encorajina y asquea es la hipocresía sirviendo de envoltorio a una cochinada.

Hasta ahora, el “divide y vencerás” de Maquiavelo le ha venido produciendo jugosos resultados al imperio del Norte: Poner a pelear país contra país, acudiendo siempre a motivos nimios y mentirosos, lo coloca en posición perfecta para convertirse en árbitro y juez del innecesario enfrentamiento: Desgraciadamente y durante muchos años, hemos venido cayendo con harta frecuencia en la misma trampa: Pueblos que por su raza, sus costumbres y su manera de vida han debido estar históricamente unidos en un solo abrazo y en una sola ilusión se han venido enfrentando con harta frecuencia, atendiendo el perverso azuzamiento de una voluntad extraña e interesada en vernos separados y enemistados.

Aún hoy, la vieja Unión Soviética está pagando su incomprensible ingenuidad al considerar que Estados Unidos era un interlocutor válido y fiable. El señor Gorbachov, con su trasnochada perestroika, entregó prácticamente la URSS a la voracidad norteamericana y en vez de enseñar su músculo, ¡que lo tenía!, se acojonó y, como cualquier polítiquero de tres al cuarto, entregó su país en manos del imperio, de manera cobardona e infame. La reciente aventura de la Georgia ex rusa en Osetia indica claramente que la política ingerencista de Norteamérica es una constante y, lo que hizo en América Latina y como lo hizo, es el reflejo de lo que siempre ha venido haciendo.

Por lo tanto, tenemos que aceptar que Maquiavelo ha sido un genio, un vidente o las dos cosas.

Doy por seguro que si el muro que los Estados Unidos construyeron en la frontera mexicana no permitiese el pase ni de acá para allá ni de allá para acá y nos separáramos totalmente sin que un solo yanqui viviera al sur del Río Bravo, ni ningún latino al norte, y no hubiera comunicación de ninguna clase, ni comercial, ni cultural, ni amistosa, ni arrecha, estoy seguro que en menos de diez años Latinoamérica viviría como Dios. Y nos sobraría comida, cultura, diversión y salud. ¡Hagamos la prueba! Porque país donde entra esa gente del Norte es país esquilmado, empobrecido y miserable. Repito lo dicho anteriormente: ¡Dígalo Haití!

Posiblemente esta crisis que ellos han propiciado con su voracidad pueda servir a todos estos países para intentar vivir de manera más humana y no morirse de rabia y desesperación buscando dólares que nunca encuentran

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