viernes, 2 de marzo de 2012

Leopoldo CARTUJO:


             LOS SILENCIOS DEL “MATACURAS”.

No me lo han contado, lo he visto con mis propios ojos, que a no mucho tardar serán devorados por esta misma tierra, lo he visto -repito- al tierno, al melifluo, al maravilloso, al sublime editorialista de Globovisión Leopoldo Castillo, al borde de las lágrimas, demandando la ficha técnica del postoperatorio de Chávez en la nación impía. Envíensela, por favor, la Ministra de Sanidad, sin demora, quien sea, sin intermediación, en persona y muy fraternalmente; porque este hombre sufre y su tristeza y su inconsolable aflicción, contagiosas, conmueven a las piedras, y a las lagartijas.

   El don de la palabra es prodigioso. El del publicista Leopoldo crece y se multiplica por los 9 millones (de votantes) que se han de sumar (y no restar) a Chávez en pos de la tercera Presidencia de la República Bolivariana de Venezuela; volando va, desconsolado, cara a Miranda, en una alfombra de moneda trucada, el Capriles Radonski. Cada vez que lo pienso me asombro. Hablo de la taumaturgia de quien se dice y profesa Castillo. Un castillo, por definición, es pura fortaleza; pero, amigos, ¡cuidado!, que no hay enemigo pequeño: Una sola palabra ha derrotado ejércitos.

   Retomo la “palabra”, porque, siendo moneda de cambio, tiene como dos caras: El Significado, que remite al concepto o imagen mental, y el Significante, de naturaleza sonora y acústica, que nos lo despierta o aviva. La vinculación “arbitraria” entre el uno y el otro produce el milagro en todos y en cada uno de los hablantes de las diversas lenguas. A Leopoldo Castillo, para ejercer de oráculo, le llega, y le sobra, la lengua castellana. Él, sin consultar a Saussure, domina, de pe a pa, por activa y por pasiva, las funciones y potencialidades del lenguaje, de la lengua, del habla y del ideolecto, y en todas destaca: Cuando establece ese inmenso monólogo, que es cuerda de catecismos, no sólo se expresa (faltaría más),  pues, con maestría sapiencial, también apela al otro, toca las teclas referencial y metalingüística, y, ¡atención!, no se olvida de la fática y de la poética, en la que sobresale. 


  Mirándole de frente, el Globovionario, parapetado detrás de sus gafas de tortuga y emboscado en una máscara de búho, diríase que nos va a revelar los misterios del alma o a servirnos una pócima para combatir un catarro nasal; pero no, él incide con gran delicadeza en lo más hondo de la naturaleza humana, y, a la par, nos endilga un rosario de setenta misterios. Sin embargo, lo suyo, su originalidad manifiesta reside en los silencios. Se calla y parece que suspendiera el tiempo. Emprende otro párrafo pleno de ceremonia, de circunloquios, de modulaciones propias del alacrán virtuoso y te adormece en la bondad absoluta. Parece que haber quemado todo su combustible. Jamás, en modo alguno. Aunque las palabras las haya arrastrado, una a una, por el plató, como se arrastra, contra su voluntad, un perro con patines, el Matacuras te llega, sin embargo, verdaderamente a las entrañas con sus silencios profundos, nunca bien ponderados. Aquí y ahora, como lo acuña el dicho (“a maitines”, "ad laudes", o “ad vesperas”), el orate de la telebasura hace oración mental (reza por sí y para el género humano), se bate el cobre con la ceja derecha y experimenta sudores de un parto de sombra en el espejo. Gracias a su preclara elocuencia de manso pugilista, los demás boxeadores sonados no se mueren de envidia.  No es pequeño detalle.

"No podemos permitir que La Hojilla nos siga desmontando las matrices de opinión"

        Leopoldo Castillo, el “Matacuras” -para entendernos- se sacude el baldón (a todas luces injusto) de  asesino arrastrado y, digan lo que se digan, cuando hace de cartujo, cobra fama de mártir.  
                                         

¡Qué buena compañía!

(Rioderradeiro)

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